El hospital es un reino de ecos y heridas abiertas.
En su centro, el médico internista permanece: arquitecto de lo invisible, cartógrafo del caos. Sus manos no suturan piel, pero descifran el lenguaje oculto de las entrañas. El estetoscopio es un péndulo que oscila entre el ruido y la verdad. En su bata blanca —manchada de café frío y dudas— lleva el peso de los diagnósticos que nadie más quiso cargar.
Es el cazador de sombras.
El que escucha al hígado gritar en enzimas, al riñón susurrar en creatinina, al pulmón gemir en estertores. Mientras otros especialistas recortan el cuerpo en fragmentos, él teje los hilos rotos: la anemia que esconde un cáncer, la fiebre que delata un viaje al trópico, el dolor que no cabe en ninguna radiografía. Su herramienta no es el bisturí, sino la pregunta precisa, la que perfora hasta encontrar el núcleo de la noche.
Pero el internista no es héroe. Es un funámbulo sobre el alambre de la incertidumbre.
En su escritorio, las historias clínicas se apilan como torres de Babel: diabetes que hablan en hipoglucemias, hipertensiones que murmuran en arritmias. Él las descifra bajo la luz de un flexo que parpadea como un ojo cansado. Tres tazas de café oxidado le recuerdan que el tiempo es un ladrón que roba neuronas. Sus colegas lo llaman «el sabio», pero él sabe que la sabiduría huele a desvelo y a miedo disfrazado de protocolo.
¿Qué significa ser indispensable en un gremio que premia la velocidad sobre la profundidad?
Mientras los quirófanos brillan con el glamur de lo inmediato, él trabaja en penumbras, entre tomos polvorientos y análisis que demoran días. Lo suyo no es el aplauso, sino el suspiro ahogado al encontrar la pieza faltante del rompecabezas. Un maestro del ajedrez clínico, moviendo síntomas como peones, apostando el prestigio en cada jugada.
Pero hasta los tejedores de laberintos tienen grietas.
Hay noches en que el silencio de la sala de staff le grita al oído: «Podrías haberte equivocado». Recuerda la mujer joven a la que trató como lupus y era endocarditis. El anciano cuyo infarto se escondió tras una gastritis. Cada error —real o imaginado— le talla una cicatriz en el epitelio del alma. Aún así, vuelve. Porque alguien debe sostener el mapa cuando todos están perdidos.
El sistema lo explota con sonrisas.
Le exige ser oráculo, psicólogo, detective y mártir. Le pide milagros con plazos de entrega, le niega sueños y sueldos dignos. Mientras, los residentes lo miran como a un semidiós agrietado, sin entender que su «don» es en realidad una maldición: ver demasiado, saber demasiado, cargar demasiado.
En el internista late la paradoja más cruda de la medicina:
Es el más humano de los científicos y el más frío de los poetas. Conoce los versos secretos del cuerpo, pero olvida los nombres de sus propios hijos. Salva vidas descifrando enigmas, mientras la suya se desmenuza en turnos eternos.
Que este texto no sea un homenaje, sino un recordatorio lacerante.
El gremio médico necesita más que buenos diagnósticos:
Necesita aprender que, sin los tejedores de laberintos, el hospital no sería un templo de ciencia, sino un cementerio de preguntas sin respuestas.
… al médico internista
GalenoSapiens
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