Nunca antes se había teorizado tanto sobre la comida y nunca habíamos estado tan desorientados como ahora. Si un estudio afirma hoy que el pan no engorda, en tres meses se publicará otro con la tesis contraria. Si ahora cuatro tazas de té verde son imprescindibles para mantener el tipo, mañana otro experto recomendará la suspensión inmediata de esa bebida.
«Tiene narices que sea el hombre, el ser más evolucionado del planeta, el único animal al que hay que enseñar a comer», comenta el nutricionista Juan Revenga, y agrega: «Y es curioso que esto esté pasando en el momento en que se sabe más de nutrición».
La comida genera filias y fobias, organiza tribus urbanas y comunidades, crea posturas éticas y estéticas, posiciona ideológicamente a las personas… Se supone que es el precio a pagar por ser consumidores sofisticados. «Esto no pasaba hace 40 años, creo que deberíamos descongestionar la relación con la comida y relajarnos un poco. La recomendación de Revenga no puede ser más sencilla: «Comer menos cantidad y comer mejor».
«Los humanos hace muy poco que podemos permitirnos el lujo de tener manías y obsesiones con la comida, y el precio ha sido perder el sentido común y la intuición que nos caracterizaba y que aún podemos encontrar en otras especies», explica el doctor José M. Ordovás, especialista del Centro Nacional de Investigaciones Cardiovasculares. Según él, hemos sustituido la intuición por consejos presuntamente saludables.
«A lo largo de la historia han ido desfilando por esas recomendaciones los alimentos más consumidos, y todos, dependiendo del momento histórico, han sido clasificados como buenos o malos». El doctor Ordovás, que ha firmado varias de esas guías de nutrición, entona el mea culpa: «En cada momento creíamos que hacíamos lo correcto solo para darnos cuenta años más tarde de que no era así». La grasa es el último alimento maldito a punto de ser redimido: varias investigaciones, y un comentario del cardiólogo británico Aseem Malhotra publicado en la revista British Medical Journal, la biblia de los ensayos clínicos, sugieren que es hora de cuestionar el dogma que asocia grasa saturada a enfermedad cardiovascular. El doctor Malhotra pasa ahora el sambenito al azúcar.
Si es cierto que somos lo que comemos, padecemos una crisis grave de identidad, pues vamos asumiendo y desdoblando personalidades a golpe de tendencias gastronómicas y estudios científicos. «La comida se ha convertido en algo similar a la farmacopea y se le conceden superpoderes que nunca ha tenido. Tenemos demasiadas esperanzas puestas en ella», reflexiona el doctor Ordovás, que imparte clases de Nutrición y Genética en la Universidad de Tufts (Washington). «A estas alturas he decidido cumplir a rajatabla la enseñanza del maestro Francisco Grande Covián: todo en plato de postre, de manera que lo malo nunca sea suficiente para hacer daño», afirma.
Gustavo Duch se define como un activista de la soberanía alimentaria, y su tono es vehemente y militante: «Comer camarones producidos en piscinas, que luego han sido trasladados a Tánger para su manipulación y envasados allí en maquilas por mujeres explotadas, para ser redirigidos a Rotterdam y, finalmente, comercializados en Europa, es llevarse a la boca petróleo, pesticidas e injusticias», sostiene. Según Duch, estos alimentos pierden por el camino la vida y la energía. «Nos sacian, pero han dejado de ser comida». Su misión es convencer a la gente de que salir de las grandes superficies es «un ejercicio de soberanía y libertad». Su opción es la agricultura de temporada: productos frescos, de proximidad y ecológicos. La misma revuelta que proclama el pastor de ovejas y presidente de la Plataforma Rural, Jeromo Aguado: una re-vuelta al campo.
Desde su consulta, el cirujano plástico Miguel Chamosa ve la vida de otra manera (o quizá no tanto). Por sus manos pasan pieles y cuerpos de la misma edad que han envejecido a velocidades y modos muy dispares. «Definitivamente, ¿somos lo que comemos?», pregunto. Chamosa, menos categórico que otros especialistas, reflexiona: «En mi negociado, mejor diría: somos lo que hemos heredado. En el envejecimiento, la herencia genética es determinante». Chamosa es el presidente de la Sociedad Española de Cirugía Plástica, Reparadora y Estética (SECPRE) y concede que aunque el biotipo se hereda, la alimentación cambia la forma de los cuerpos. «Cuando comes más calorías de las que necesitas, el cuerpo almacena todo en el tejido adiposo, que suele acumular sin control. Siempre tenemos el mismo número de adipocitos, pero estas células tienen la capacidad de engordar, y esto cambia la forma del cuerpo». La grasa se acumula en la papada y el abdomen, y en el caso de las mujeres, también en los brazos y la zona de la pelvis. Chamosa pone la genética por delante de la nutrición, pero confiesa que cuando entra a la consulta de su cardiólogo se cambian las tornas: «Siempre me dice: ‘¿Sabes por qué las vacas no tienen hipertensión? Porque solo comen cosas verdes y crudas».
Hay quien dice que no solo somos lo que comemos, sino también cuándo, con quién y dónde lo comemos. Por ejemplo, un reciente estudio realizado en la Universidad de Ilinois at Urbana-Champaign y la Universidad Pública de Oklahoma ha demostrado que cuando se come acompañado, uno es más feliz si elige platos similares a los de sus compañeros de mesa. Más temprano que tarde, la dieta se acabará pareciendo a la de los amigos y la pareja. Por su parte, la investigadora Susan Babey, del Centro de Investigación de Política de Salud de la Universidad UCLA, afirma que somos también dónde comemos. Participó en un estudio que demostró que en los barrios con mayor presencia de cadenas de comida rápida los adolescentes bebían refrescos a diario y comían fast food dos veces por semana. Además, la preferían a cualquier otro tipo de comida.
Los expertos consultados en este reportaje detestan las listas de alimentos perfectos y son reacios a pontificar y dar sentencias firmes. A duras penas se ha conseguido un acuerdo de mínimos alrededor de la sentencia: «Somos lo que comemos». Aunque prefieren añadir una aclaración de último minuto: «Somos también lo que nos movemos».
Fuente: El País
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