Tomado de Cubadebate, artículo de Yunier Javier Sifonte Díaz.
En los pasillos del Hospital Infantil José Luis Miranda de Santa Clara a menudo se escucha el llanto de una niña. En otras ocasiones cada uno de esos sollozos significan una señal de alerta para quienes tienen decenas de vidas a su cuidado, pero hoy es un motivo de alegría.
El llanto sale del cubículo de Annalie, una bebé de apenas 49 días de nacida que venció a la muerte, aun cuando parecía imposible. Su historia es un hito de la medicina cubana.
Lisyanet Marrero Pérez, su madre, ha vivido las últimas semanas entre miedos y alegrías. A mediados de enero llegó al hospital infantil de Villa Clara con su niña en brazos. El abuelo había resultado positivo a un test rápido para detectar la COVID-19 y la pequeña tenía un catarro ligero. Justo ahí comenzó la batalla.
El Dr. Jesús Sánchez Pérez, director de la institución de salud de Santa Clara, recuerda muy bien aquellos días. “Una de nuestras doctoras descubrió que la niña no respiraba con normalidad, así que procedimos a realizarle un rayos X de tórax. Allí descubrimos un importante ensanchamiento mediastinal que no tenía nada que ver con la COVID-19”, apunta.
A las pocas horas el resultado del PCR confirmó aquellas sospechas. Annalie no estaba contagiada por el nuevo coronavirus, pero algo no iba bien. Acostumbrados a salvar vidas, los médicos del hospital no perdieron tiempo y le realizaron un ecocardiograma y un ultrasonido para profundizar en aquella imagen extraña justo en el medio del pecho.
Lo que encontraron los dejó perplejos: un teratoma que comprimía estructuras vitales como el corazón, las vías respiratorias y los grandes vasos sanguíneos ubicados en el centro el tórax. El Dr. Abel Armenteros, cirujano neonatal y jefe de ese servicio en la región central de Cuba, lo resume de una forma sencilla: “un tumor benigno que por la compresión que realizaba sobre órganos vitales se comportaba como maligno”.
Enseguida los doctores comprendieron que Annalie no podría vivir con aquel bulto bajo el pecho, pero descubrieron la magnitud del problema cuando allí mismo, mientras le realizaban otros estudios, sufrió un paro cardíaco. Entonces se trastocó el tiempo para todos. Entubarla, acoplar aquel cuerpecito a un respirador artificial, sedarla, y en medio de todo eso, lidiar con la incertidumbre de qué hacer.
“No teníamos experiencia en este tipo de operaciones, porque es un fenómeno infrecuente en pacientes neonatales. Consultamos con el Grupo Nacional de Terapia Intensiva Pediátrica, así como con la coordinación del Programa Materno-Infantil. Era muy riesgoso mover hasta La Habana a una bebé en su estado, así que la decisión final fue reforzar nuestro equipo de cirugía y realizar la operación aquí”, explica el director del hospital infantil de Villa Clara.
Se dice fácil, pero en solo horas el equipo debió ajustar cada detalle. Para enfermeras, anestesistas, técnicos, cirujanos, y el resto del personal de apoyo, sería la primera vez. Un debut que no admitía equivocaciones. Hasta ese momento, en Cuba no se tenían reportes de una operación de este tipo en pacientes neonatales. Era el éxito o la muerte.
Para apoyar en el proceder llegaron hasta Santa Clara dos especialistas del Centro Nacional de Cardiología y Cardiocirugía Pediátricas William Soler, encabezados por su director, el Dr. Eugenio Selman-Housein. En la operación era necesario abrir el esternón, lo cual podía comprometer vasos sanguíneos y estructuras del corazón en esa zona, y cualquier apoyo era imprescindible.
Para la madre, Lisyanet Marrero, no fueron horas sencillas. “Los médicos me hablaron muy claro. Mi niña podía incluso morir en el trayecto entre la sala y el salón, pero siempre me dieron ánimos. Me dijeron que en cuanto llegaran los especialistas de La Habana, haríamos la operación. Eso no demoró ni siquiera un día”, apunta.
Mientras, para el Dr. Abel Armenteros, jefe del amplio equipo que asumió la compleja cirugía, la hora y media dentro del salón significaron un reto inmenso. Según cuenta, cuando llegaron al tumor comprobaron con sus propios ojos todo el peligro que ya alertaban desde los exámenes previos: la masa ya desplazaba al corazón y comprimía otras estructuras vitales.
“Extrajimos todo el tumor y comprobamos que no existían otras lesiones en la cavidad torácica. Ya luego todo fue evitar las complicaciones en el post operatorio inmediato y tardío. Si no hubiéramos hallado esta masa, hubiera sido una causa de muerte súbita en muy poco tiempo”, agrega sin obviar una idea imprescindible: «Todo el equipo, absolutamente todo, dio lo mejor de sí para salvar a esta bebé».
Luego de aquel sábado inolvidable siguieron jornadas de antibióticos y cuidados extremos en la sala de terapia intensiva. Detrás del cristal, el numeroso colectivo que le salvó la vida seguía hora a hora su evolución. Otra vez Annalie lloraba, y con ella lo hacía su madre.
“Nunca perdí la fe de que estos médicos salvaran a mi niña. Así fuera una enfermera, una auxiliar, cualquier persona, siempre le pedí a Dios que les diera fuerzas para que mi bebé no se fuera de este mundo. No hay palabras para expresar qué se siente ver a mi niña sana aquí conmigo, con ganas de vivir y luchando”, asegura.
Han pasado varios días y Annalie ya no necesita antibióticos. La herida, casi tan larga como la mitad de su cuerpo, sana cada vez más. La madre vuelve a sonreír. El equipo médico respira calmado. “Ya hemos adoptado a esta niña”, dicen. En cualquier momento ambas regresarán a casa. Aunque Liz Yanet asegura que a su niña la queda una visita importante.
“Cuando ella sea más grande tendrá que venir a este hospital a conocerlos a todos —confiesa—. Sentarse con cada una de las personas que la han atendido y agradecerles las cosas grandes que hicieron por ella”.
Y mientras Annalie crezca, juegue, vaya a la escuela, cante, corra, se tocará el pecho y sentirá bajo esa herida lejana los latidos de un corazón tan grande como el de los hombres y mujeres que le regalaron, a fuerza de inteligencia y humanismo, todo su futuro.
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