Vincent van Gogh, encarnación del artista torturado e incomprendido

En las décadas finales del siglo XIX, el impresionismo marcó el inicio de una profunda renovación de las artes plásticas que tendría continuidad en la sucesión de ismos o corrientes del arte contemporáneo. Algunos de los mejores maestros de este periodo, sin embargo, no pueden encasillarse en ninguna escuela, y abrieron por sí solos nuevos caminos; entre ellos, el holandés Vincent van Gogh ocupa una posición señera.

Encarnación del artista torturado e incomprendido, Van Gogh no llegó a vender más que uno de aquellos centenares de cuadros suyos que actualmente alcanzan desorbitadas cotizaciones en las subastas. El reconocimiento de su obra no empezó hasta un año después de su muerte, a raíz de una exposición retrospectiva organizada por el Salón de los Independientes; en nuestros días, Van Gogh es considerado unánimemente uno de los grandes genios de la pintura moderna. Su producción ejerció una influencia decisiva en todo el arte del siglo XX, especialmente en el fauvismo y el expresionismo; y tras más de un siglo de experimentos artísticos, la pincelada tosca y atormentada del artista holandés, alimentada por el vigor de su pasión interior, conserva toda su fascinante fuerza expresiva.

Cuando a principios de diciembre de 1888, el también pintor y amigo Paul Gauguin realizó un retrato de Vincent, Van Gogh pintando girasoles (1888, Museo Vincent van Gogh, Ámsterdam), Van Gogh creyó ver representada su propia locura. Después, con el lance turbulento de la mutilación de la oreja (nunca del todo esclarecido) terminó una tempestuosa convivencia de dos meses y, con ella, la utopía de crear una comunidad de artistas en el sur de Francia. Todo ello lo sumió en una gravísima crisis mental que acabaría con su internamiento en un hospital.

Van Gogh sufriría desde entonces varias crisis nerviosas, aunque sólo ocasionalmente afectaron a su acelerado ritmo de trabajo; estuvo internado, primero, en el sanatorio mental de Saint-Rémy, y luego, bajo la atención del doctor Gachet, en Auvers-sur-Oise. En los varios cuadros que dedicó a su médico (como el Retrato del doctor Gachet, 1890, Museo de Orsay, París) subraya su pasividad y melancolía en un gesto plenamente romántico. Las obras de este período final acusan un fuerte contraste y reflejan su íntima desdicha y los tormentos interiores que le afligían; el tratamiento formal, nervioso y desasosegado hasta el paroxismo, las pinceladas gruesas y ondulantes y los bruscos colores de su paleta expresan su zozobra.

También en esta última etapa abundan las obras maestras; a ella pertenecen sus mejores autorretratos, entre los que sobresale el Autorretrato de 1890 (Museo de Orsay, París), que regaló al doctor Gachet. El predominio de los tonos azules contrasta con los rojos y naranjas del pelo y el rostro; azules son también los ojos, cuya mirada fija y penetrante atrae inmediatamente la atención del espectador. En cierta ocasión escribió a su hermano Theo: «Se ha dicho -y estoy dispuesto a creerlo- que no es fácil conocerse uno mismo, ni tampoco pintarse uno mismo». El cuadro es uno de los resultados culminantes del laborioso ejercicio de introspección a que se sometió Van Gogh.

Sin conseguir superar el estado de melancolía y soledad en que se encontraba, en mayo de 1890 se trasladó a París para visitar a su hermano Theo. Por consejo de éste viajó a Auvers-sur-Oise, donde fue sometido a un tratamiento homeopático por el doctor y pintor aficionado Paul-Ferdinand Gachet. En este pequeño pueblo retrató el paisaje y sus habitantes, intentando captar su espíritu. Su estilo evolucionó formalmente hacia una pintura más expresiva y lírica, de formas imprecisas y colores más brillantes.

Pese a que unos meses más tarde el doctor Gachet consideró que se encontraba plenamente curado, su estado de ánimo no mejoró; asediado por sentimientos de culpa debidos a la dependencia de su hermano Theo y a su fracaso como artista, su espíritu se encontraba irremediablemente perturbado por una tristeza inconsolable. El 27 de julio de 1890, en el silencio de los campos bajo el sol, Van Gogh se disparó en el pecho; murió dos días más tarde, sin haber cumplido los treinta y siete años.

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