Antecedentes históricos

Desde la antigua Grecia se identificó la existencia de un modo especial de respuesta en el organismo de algunas personas, y para describirlo idearon el término idiosinkrasía, que deriva de idios (propio), syn (con) y krasía (temperamento), para referirse a aquel comportamiento en virtud del cual se distingue una persona de las demás.

Probablemente la primera descripción en la historia de la Medicina, de la rinitis alérgica estacional por sensibilización al polen, la realizó el médico árabe de origen persa Rhazes (865-932), quien ejerció en el primer cuarto del siglo X y está considerado como el más eminente galeno musulmán medieval. Él tituló una de sus publicaciones «Una disertación sobre la causa de la coriza que ocurre en la primavera, cuando las rosas liberan su perfume».

En 1556, el médico luso João Rodrigues (1511-1568), conocido como Amato Lusitano, atribuyó la presencia de estornudos en algunos individuos ante el perfume que emanaba de las rosas.

Asimismo, fue en 1565 cuando el cirujano y anatomista italiano de origen francés Leonardo Botallus (1519-1587) afirmó que conocía el caso de un paciente que al oler las rosas sentía dolor de cabeza y estornudos, por lo que designó la afección como «fiebre de la rosa».

Experiencias similares fueron recopiladas por otros autores, y en 1673 el médico suizo Johann Nikolaus Binninger (1628-1692) exponía el caso de la esposa de un eminente personaje que padecía catarros solo en la época en que florecían las rosas.

Hoy sabemos que las rosas, al igual que los claveles y otro tipo de plantas ornamentales, se valen de insectos como las abejas para llevar a cabo su polinización, y que son otras las especies vegetales que se valen del aire para la dispersión de su polen las verdaderas causantes de la alergia primaveral.

De ahí la gran intuición de un médico suizo natural de Ginebra, el doctor Jean Jacob Constant de Rebecque (1645-1732), alérgico al polen desde su adolescencia, que afirmaba en 1691: «Creo más bien que las rosas emiten algo que irrita mi nariz sensible y, como por la acción incesante pero no advertida de aguijones, provoca una secreción del color del agua».

En 1819 John Bostock (1773-1846), médico homeópata y catedrático de las Universidades de Liverpool y Londres, comunicó a otros colegas las manifestaciones alérgicas que él padecía desde su infancia en una reunión de la Sociedad Médico-Quirúrgica de Londres.

Él explicó: «Los siguientes síntomas aparecen cada año a mediados de junio, con un mayor o menor grado de violencia. Se nota una sensación de calor y plenitud en los ojos, primero a lo largo de los bordes de los párpados, y especialmente en los ángulos internos, pero después de algún tiempo compromete a todo el globo ocular. Al comienzo la apariencia externa del ojo se ve poco afectada, salvo por la existencia de ligero enrojecimiento y lagrimeo. Este estado se incrementa gradualmente, hasta que la sensación se transforma en un picor y escozor más agudos, mostrándose aquéllos muy inflamados y descargando un fluido mucoso copioso y espeso. (…) Después de que los síntomas oculares se han ido aminorando, aparece una sensación general de plenitud en la cara y particularmente sobre la frente; dichas manifestaciones se siguen de una irritación de la nariz, produciendo estornudos, que ocurren en forma de salvas de una extrema violencia, sucediéndose con intervalos inciertos. A los estornudos se suma una sensación de opresión torácica y dificultad para respirar. Surge una necesidad de buscar aire en la habitación para poder respirar mejor, volviéndose la voz ronca y existiendo una incapacidad para hablar de forma prolongada sin tener que pararse…».

Además, en 1828, Bostock publicó un trabajo con observaciones de 18 casos similares al suyo, empleando por vez primera el término «fiebre del heno», aunque terminó por rechazar su idea inicial de que hubiera relación con el heno o pasto seco, por considerarla errónea.

Actualmente sabemos que la causa de la rinoconjuntivitis alérgica primaveral es el polen, y que tal afección no causa fiebre, pero dicho término ha hecho fortuna y sigue siendo utilizado por algunos médicos y pacientes.

Eso sí, a partir de las observaciones de Bostock, surgió el interés de otros galenos por el estudio de la enfermedad, que a diferencia de lo que sucedía en su época, donde era una rareza, alcanza hoy una frecuencia notable.

En 1873, el médico inglés Charles Harrison Blackey (1820-1900), alérgico al polen, descubrió las pruebas cutáneas. Sucedió cuando uno de sus hijos colocó en una habitación de la casa un florero con un ramo de grama, y al añadirle Blackley un poco de agua, advirtió que se desprendían pequeñas cantidades de polen cerca de su cara, y que comenzaba de inmediato a parpadear y estornudar, reproduciéndose así los síntomas de su proceso alérgico.

Entonces decidió experimentar y tras arañarse la piel la frotó con una gramínea humedecida, observando que aparecía un enrojecimiento y se formaba una pequeña elevación o habón. Había descubierto las pruebas cutáneas, tan valiosas para el diagnóstico en Alergología que siguen usándose actualmente, con algunas modificaciones.

El Dr. Blackey también comprobó que, en los meses de junio y julio, la época en que él y sus pacientes presentaban síntomas, se daban altas concentraciones atmosféricas de polen de gramíneas, y obtuvo mayores recuentos en jornadas en las que lucía el sol y además había viento.

En 1901, los científicos Charles Robert Richet (1850-1935) y Paul Jules Portier (1866-1962) realizaron un crucero por el Mediterráneo en el buque de investigaciones del Príncipe Alberto I de Mónaco y este les encargó que hallasen un suero protector para picaduras de las medusas.

Ambos descubrieron y estudiaron una grave reacción a las toxinas de algunos animales, como las medusas y las anémonas de mar, lo que le valió a Richet el Premio Nobel de Medicina en 1913.

Fue él, quien acuñó en 1902 el término anafilaxia para referirse a ese modo de reaccionar por parte de algunos individuos, expresando que «muchos venenos poseen la notable propiedad de aumentar en lugar de disminuir, la sensibilidad del organismo frente a su acción».

Pero el creador del vocablo alergia fue el médico austriaco Clemens Peter Freiherr von Pirquet, en 1906. Este reconocido pediatra nacido en 1874, creó la primera fábrica que producía leche pasteurizada con un adecuado control de calidad para el consumo de los niños.

Al introducir el concepto de alergia, explicó: «Necesitamos un nuevo término más general para describir el cambio experimentado por un organismo tras su contacto con un veneno orgánico, bien sea vivo o inanimado. Para expresar este concepto general de un cambio en el modo de reaccionar, yo sugiero el término alergia. En griego allos significa ‘otro’, y ergon ‘una desviación del estado original’».

En 1910, Sir Henry Hallett Dale (1875-1968), un farmacólogo inglés interesado en investigar sustancias del cornezuelo (un hongo que parasita el centeno), comprobó, en colaboración con sir Patrick Playfair Laidlaw (1881-1940), que uno de los productos hallados era la histamina, sustancia responsable de la mayoría de las reacciones alérgicas y del enrojecimiento e hinchazón de la piel, gracias al estudio de sus efectos en animales de experimentación.

En 1912, finalmente se tomaron en consideración las pruebas cutáneas descubiertas por el Dr. Blackey, cuando Schloss informó de la comprobación de alergia alimentaria utilizando pruebas de escarificación con la técnica que usaba von Pirquet para la tuberculina.

En las siguientes décadas se fueron afianzando progresivamente las pruebas y afinando sus técnicas de realización, hasta quedar tal como las efectuamos hoy en día.  Esencialmente consisten en colocar gotas de los antígenos sobre la piel y pinchar ésta con agujas hipodérmicas finas a través de las gotas. Lo que entra a la epidermis es lo que arrastra la aguja al pinchar.

En 1923, el médico neoyorquino Arthur Fernández Coca (1875-1959), asesorado por un profesor de griego, acuñó el término atopia (de atopos que significa ‘inhabitual’ o ‘raro’), para referirse a los padecimientos de algunos sujetos que sufrían rinitis, asma o urticaria y en los que existía un condicionante hereditario.

Este término aún se sigue empleando en la denominación de dermatitis atópica, para referirse a un tipo de eccema que aparece en la piel de ciertos individuos que, en su mayoría, muestran una especial propensión a padecer procesos alérgicos como la rinitis o el asma.

En 1933, el químico hispano-francés Ernest Fourneau (1872-1949), quien trabajaba en el Instituto Pasteur, descubrió, en colaboración con Anne Marie Staub, la existencia de sustancias capaces de antagonizar los efectos nocivos de la histamina en los tejidos del paciente alérgico. Surgían así los primeros antihistamínicos.

En el año 1944, Daniel Bovet (1907-1992) obtuvo el Neoantergan (maleato de pirilamina), que fue el primer antihistamínico empleado en humanos.

En 1947 los doctores Gay y Carliner, del Hospital Johns Hopkins de Baltimore, utilizaron dimenhidrinato para tratar a una paciente con urticaria. Era otro antihistamínico, que curiosamente también alivió a la enferma de los mareos que sufría al viajar en coche o en tranvía. A partir de entonces se sospechó que, con independencia de su acción antialérgica, el fármaco también aliviaba el llamado mal de mar.

Pero no fue posible conocer el mecanismo íntimo de las reacciones alérgicas hasta que se descubrió una proteína llamada IgE, que suele ser la causa de la mayoría de ellas.

Esto ocurrió en 1967, gracias a dos grupos de investigadores que trabajaban por separado, uno en Baltimore (el matrimonio nipón Ishizaka) y otro integrado por tres científicos suecos de la Universidad de Uppsala (los doctores Wide, Bennich y Johansson).

El desarrollo científico técnico ha permitido el empleo de nuevas tecnologias mediante las cuales se han venido identificando los antígenos determinantes principales o mayores de las alergias, utilizando sueros de individuos alérgicos.

En el futuro cercano, novedosas técnicas biológicas e inmunológicas (determinación del punto isoeléctrico de las proteínas, liberación de histamina de leucocitos humanos, RAST, inhibición del RAST, ELISA, radioinmunodifusión, anticuerpos monoclonales, radioinmunoelectroforesis cruzada, inmunoblotting) y pruebas de biología molecular (secuencia de aminoácidos y cloneo de genes) permitirán el estudio de alergenos cuya composición bioquímica y actividades inmunológica y biológica estarán bien caracterizadas y controladas por un patrón internacional de referencia.

Todo ello permitirá efectuar diagnósticos específicos más precisos y reproductibles, así como aplicar tratamientos más efectivos.

 

Referencias bibliográficas:

Libro de las enfermedades alérgicas. Aspectos generales 2. Historia del desarrollo de los conocimientos en Alergología. Dr. Roberto Pelta Fernández. Fundación BBVA, España. Abril 2012. ISBN 978-84-92937-15-8

La alergología y los fenómenos alérgicos a un siglo de su descubrimiento. Pinto, Carlos Benaim. Dermatología Venezolana, 1999, vol. 37, no 4.